domingo, 30 de noviembre de 2008

Confianza.

No es tiempo de palabras bonitas que sirven para apaciguar la rabia. No es tiempo de condiciones ni falsas promesas. No es tiempo de pedir perdón. Es tiempo de actuar, de demostrar lo que se siente, dice o piensa, tiempo de poner los pies en la tierra, de aclararse, de aclarar.

Confianza. Palabra traidora, palabra hiriente, punzante, bañada en falso oro, amarga, ácida y helada. Confía en alguien, hazlo ciegamente, atrévete a sentir confianza, será tu fin, tu destrucción, el principio de tu inexistencia. Confía en alguien y no harás más que desnudar poco a poco tu corazón, despojarte de la coraza que tan a salvo te ha mantenido tanto tiempo, regalar tu vulnerabilidad, tu perdición. Ten preparado un puñal, una espada, un sable, el arma perfecta para la puñalada final, pero debes escoger bien el arma porque será empleada contra ti fervientemente.
Ahora dime que no es cierto, que la confianza nace del conocimiento del alma de la otra persona, de la amistad que surgió en determinado momento y, por qué no, de un amor latente, que une permanentemente dos corazones, que los convierte en uno; una unión de corazones que deriva en la unión de los cuerpos, en la desnudez absoluta de tu ser, pero no sabes si también del suyo. Dime que tu confías en mí, que me regalas tu alma, tu cuerpo y tu corazón, dime que no temes por tu alma, por tu existencia, por tu integridad. Dime que confías en mi, en que no voy a utilizar el arma que tan cuidadosamente has colocado en mi mano tras afilarla con todo tu empeño. Dímelo y te diré que eso sentía yo, que yo confiaba en ti, que quizá lo siga haciendo, pero que he mejorado mi coraza, mi armadura, mi protección, la he engrosado y combinado sus materiales para hacerla impenetrable, imposible a tu alcance. Sentirás decepción, ¿desconfianza? No lo sé. Me odiarás por lo que he hecho, por protegerme de ti. Si de verdad deseas mi desnudez tendrás que volver a ganártela, ésta vez no te la voy a regalar, voy a esconderme, más y más, cuanto más te acerques más me alejaré yo, cuanto más corras más correré yo.
Ésta vez será la desesperación la que pasee por tu sangre, la que se bañe y juegue en ella, la que te amargue profundamente. O bueno, quizá no, quizá no sientas nada, absolutamente nada. Quizá no merezca la pena tanto esfuerzo, tanto sufrimiento, tanta inestabilidad, desconfianza de nuevo, rendición. Yo seguiré esperando, con la amargura por compañera mientras me veo obligada a alejarme de ti, cuando mi único deseo es correr a tu encuentro, pero no abandonaré mi nuevo propósito, lo mantendré en pie mientras sea necesario.
Ojalá tú tampoco abandones.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Ideales.

De pronto suena su móvil, sacándola de sus ensoñaciones, llaman del hospital para decirla que acaban de ingresarle de urgencia. Siente que el mundo se hunde, que la vida se detiene y que las lágrimas acuden a sus ojos mientras la rabia y el odio se agolpan en su corazón. Se viste lo más rápido posible, coge las llaves y el móvil y acude todo lo rápido que puede al hospital. Allí la espera él, rodeado de médicos que temen por su estado, y sin pensárselo dos veces le abraza con todas sus fuerzas, infundiéndole todo el amor que corre por sus venas y sintiendo su dolor. Alguien la levanta, la lleva fuera y la sienta, es una enfermera que se presenta y le explica la situación, pero parece que ella no la escucha. La enfermera llama a un hombre que hay sentado algo más lejos, el cual ha presenciado lo ocurrido y procede a contarlo: “No me lo podía creer, le vi a él y me infundó respeto, no miedo, sino respeto porque defendía con su presencia unos ideales, pero no subestimaba a nadie. Al doblar la esquina se los encontró de frente, eran cuatro; llevaban las cabezas rapadas y en sus cazadoras lucían grandes esvásticas. Le tiraron al suelo y mientras dos le sujetaban, los otros le propinaban patadas por todo el cuerpo y la cara. No me dio tiempo a intervenir porque cuando iba a acercarme uno de ellos sacó un cuchillo, no era muy grande, pero sí afilado y lo clavó firmemente en su costado antes de salir todos corriendo. Le recogí y le traje aquí, lo siento”. Ella no vaciló, volvió a la habitación y lo besó en los labios, pero él seguía inconsciente. Recogió sus cosas y fue a casa. Al entrar corrió hacia el cuarto de baño y se rapó la cabeza, cogió la bomber y se puso las botas, esas que una vez juró no utilizar ya que pensaba que la palabra serviría de algo, pero ahora la realidad le ha demostrado que sin lucha activa se consiguen pocas cosas.
Cinco días después él sigue en el hospital, aunque su estado ha mejorado milagrosamente. Por fin decide enfrentarse a ella, intentar hacerla entrar en razón; se sientan y le pide que se quite esa ropa, que deje que le crezca el pelo porque le gustan las ondas con que cae por sus hombros, le gusta acariciarlo. No quiere reconocerlo pero está asustado, sabe lo que le han hecho y no teme por que se repita, teme por ella, por su guerrillera, la mujer de sus sueños, su compañera. Él ha salido del infierno por ella, por su amor, por su presencia y no quiere verla como él, pero parece que no se da cuenta, ella sólo tiene una palabra grabada a fuego en su mente, venganza. Tras una larga discusión intercalada con miles de caricias y cálidas miradas él se da por vencido, hoy no le quedan fuerzas para luchar, no contra ella, así que se resigna a darse la vuelta, intentando que ella no vea sus ojos. Pero ya es demasiado tarde, le ha visto y ahora busca su mirada, busca perderse en sus ojos y él se lo concede. Sólo una lágrima, una que corre por su rostro, sincera, transparente, cargada de amor y ansias de libertad, una lágrima que es interceptada a mitad de su recorrido por un beso inocente. Ella le mira, lo ha entendido, dejará las botas y la cazadora, quizá las queme, quemando así su deseo de vengarse, y se dedicará a él por completo. No hablan, no lo necesitan, con sólo una mirada se lo dicen todo y se funden el uno con el otro en un abrazo que rompería barreras y tiraría cualquier alambrada, pero ese ya no es el objetivo, aunque saben que en el fondo de sus corazones permanecerán sus ideales.

sábado, 2 de agosto de 2008

En un acantilado.

Por fin llego a la explanada que estaba buscando, un pequeño claro en el bosque, oscuro y escondido al que casi nadie sabe llegar. Tomo el sendero que sale del fondo y voy ascendiendo poco a poco por él guiándome más por la costumbre que por el camino, pues éste a penas es visible. Tras una relajante subida acompañada por el crujido de las ramas al partirse bajo mis pies y el sonido de las hojas al rozar mi ropa, llego por fin a mi destino, un acantilado rodeado por el frondoso bosque que atravesaba en mi subida. Entre la linde del bosque y el borde del acantilado a penas hay unos pasos, pero es el espacio suficiente para que yo deje mis cosas y me siente mirando el mar, con los pies colgando hacia el vacío. La altura del risco es imponente; nadie, ni siquiera en un día soleado, se atrevería a saltar, pero hoy no es ese día, nubes negras se acumulan encima de mi cabeza y yo sólo espero que rompa a llover, que la tormenta que estoy esperando sea lo suficientemente fuerte como para no decepcionarme.
Me dan pánico las tormentas y por eso mismo he subido aquí yo sola, para enfrentarme a una de ellas y demostrarme una vez más que soy capaz de superar cualquier reto que me proponga. Comienza a llover, pequeñas gotas van cayendo y poco a poco aumentan su frecuencia; impactan contra el mar, las rocas, los árboles, mi cuerpo… No me voy a poner el chubasquero, ¿para qué?, si lo que quiero es sentir esto, las gotas de lluvia resbalando por mi cara, empapando mi pelo y mi ropa, que se va pegando a mi cuerpo. Me noto tensa, pero decido relajar todos mis músculos y disfrutar de ésta sensación de libertad que poco a poco se va apoderando de mi, por lo que el primer trueno me pilla desprevenida y me estremezco; aquí comenzaría ,mi prueba de fuego, pero sé perfectamente que la voy a superar.
Arrojo mi miedo por el acantilado y me asomo para ver cómo choca contra la agitada superficie del agua y se hunde en sus profundidades, mientras una sonrisa de triunfo se dibuja en mi cara. La tormenta se hace cada vez más fuerte, más intensa, y yo me siento cada vez más libre, más ligera y relajada, por lo que de lo más hondo de mi garganta sale una carcajada que se dibuja transparente contra las nubes negras y aunque el sonido de mi risa ha sido sepultado por un trueno, yo se que la he dejado escapar voluntariamente y eso sólo me lleva a seguir riendo. A medida que la tormenta se va alejando, mi risa también se va apagando hasta quedar reducida a una invencible sonrisa de triunfo que refleja mi ausencia de miedo. Estoy empapada y completamente sola, pero hoy me gusta mi soledad así que decido quedarme en el acantilado y vuelvo a mirar hacia abajo, disfruto de la distancia que me separa del mar y dejo que el viento juegue a secar y enredar mi pelo mojado. Pero es tarde y debo irme ya, y mientras recojo mis cosas para bajar por el mismo sendero me prometo a mi misma que mañana volveré y así, prometiéndome lo mismo cada día he convertido éste acantilado en mi santuario, en mi lugar de retiro, rebosante de paz y libertad, al que puedo llegar con sólo cerrar los ojos y desearlo levemente.

lunes, 23 de junio de 2008

Promesas incumplidas...

Una vez llegado el verano la gente con la que has compartido los mejores y peores momentos de todo tu invierno tiende a desaparecer manteniendo la promesa de seguir en contacto durante el verano. Yo, en parte inmune a dichas promesas, no tengo en cuenta que la gente no las cumpla porque, al igual que ellos, yo también cambio mi ritmo de vida, improvisando más de lo normal mis planes y decidiendo qué hacer cinco minutos antes de hacerlo.
Así como entiendo que no se cumplan estas promesas, me siento en cierto modo traicionada cuando, tras algún acontecimiento no deseado se produce la huida de la persona implicada en ello, a pesar de haber asegurado mil millones de veces que esa huída no se produciría jamás, alegando algo así como “tu me importas demasiado para ello” o “nada podría hacer que me alejara de ti”, o cualquiera de sus variantes. En este momento se produce la demostración de la gran valentía que invade a la persona desaparecida, aquella valentía demostrada en otras muchas ocasiones y que con una simple acción se ve derrumbada. Probablemente el escapar de mí no sea el motivo principal de haber desaparecido, o al menos esa será la explicación que yo reciba, lo se, pero eso no será suficiente para olvidar mi decepción, sino que el único logro será aumentarla. Puede que sea cierto, pero suena a excusa barata, como si no tuviera nada mejor que decir y es en ese momento cuando la decepción que yo siento ya no tiene vuelta atrás. Podrás volver a hablar con esa persona, volver al trato inicial, recuperar la amistad, o cualquier otro tipo de relación que tuvierais, ya que esa persona habrá olvidado lo que pasó, el periodo de ausencia en el que yo me sentía sola y abandonada. Sin embargo, por mucho que yo me esfuerce en volver a estar “igual que siempre” algo en mí estará alerta para que una nueva huida no me pille desprevenida, para estar preparada para su desaparición en cualquier momento, ya que tropezar dos veces con la misma piedra es algo que procuro evitar, aunque mi condición humana me lleve a ello una y otra vez.
Es posible que haya quién, al leer esto, se de por aludido, ya sea por haber desaparecido de mi vida, o de la de cualquier otro, y habrá quien habiendo desaparecido de mi vida piense que es absurdo, que no estoy haciendo más que un castillo a partir de un grano de arena. Y puede que quien piense de esta última forma esté en lo cierto, pero será desde su punto de vista, porque si estoy escribiendo esto es porque realmente lo siento, siento que las personas que creías simples sen realmente retorcidas y viceversa, que aquellos en los que confiabas plenamente decidan un día, sin consultarte, que ya no son necesarios, que pueden desaparecer sin más y que no lo echarás de menos...

*Y hablando con la luna me dijo que estuvo a punto de perder la ilusión, pero nunca su corazón de luna.*

jueves, 5 de junio de 2008

Un beso.

-Bella, abre los ojos –rogó con voz suave.
Y ahí estaba él, con el rostro demasiado cerca del mío. Su belleza aturdió mi mente... Era demasiada, un exceso al que no conseguía acostumbrarme.
Y volvió a tomar mi cabeza entre sus manos. No pude respirar.
Vaciló... No de la forma habitual, no de una forma humana, no de la manera en que un hombre podría vacilar antes de besar a una mujer para calibrar su reacción e intuir cómo le recibiría. Tal vez vacilaría para prolongar el momento, ese momento ideal previo, muchas veces mejor que el beso mismo.
Edward se detuvo vacilante para probarse a sí mismo y ver si era seguro, para cerciorarse de que aún mantenía bajo control su necesidad.
Entonces sus fríos labios de mármol presionaron muy suavemente los míos.
Para lo que ninguno de los dos estaba preparado era para mi respuesta.
La sangre me hervía bajo la piel quemándome los labios. Mi respiración se convirtió en un violento jadeo. Aferré su pelo con los dedos, atrayéndolo hacia mí, con los labios entreabiertos para respirar su aliento embriagador. Inmediatamente, sentí que sus labios se convertían en piedra. Sus manos gentilmente pero con fuerza, apartaron mi cara. Abrí los ojos y vi su expresión vigilante.
Sus ojos eran feroces y apretaba la mandíbula para controlarse, sin que todavía se descompusiera su perfecta expresión. Sostuvo mi rostro a escasos centímetros del suyo, aturdiéndome.
Intenté desasirme para concederle cierto espacio, pero sus manos no me permitieron alejarme más de un centímetro.
Mantuve la vista fija en sus ojos, contemplé como la excitación que lucía en ellos se sosegaba. Entonces me dedicó una sonrisa sorprendentemente traviesa.


Crepúsculo. Stephenie Meyer.

martes, 27 de mayo de 2008

Primero tienes que tocar fondo...

—Escúchame —dice Tyler—. Abre los ojos.
»En la antigüedad —dice Tyler— los sacrificios humanos se ejecutaban en una colina que dominara un río. Miles de personas. Escúchame. Se ejecutaban los sacrificios y se ponían a arder los cuerpos en una pira.
»Llora si quieres —dice Tyler—. Ve al fregadero y deja que el agua corra sobre la mano, pero primero debes saber que eres un estúpido y que morirás. Mírame.
»Algún día —dice Tyler— morirás y, hasta que no seas consciente de ello, no me eres de ninguna utilidad.
Estás en Irlanda.
—Llora si quieres —dice Tyler—, pero cada lágrima que caiga sobre la lejía te dejará en la piel una cicatriz como la producida por un cigarrillo.
Meditación guiada. Estás en Irlanda el verano que acabaste la universidad, y quizá sea aquí donde quisiste por primera vez la anarquía. Años antes de conocer a Tyler Durden, antes de mear en tu primera créme anglaise aprendiste algo sobre los pequeños actos de rebeldía.
En Irlanda.
Estás de pie sobre una plataforma en lo alto de las escaleras de un castillo.
—Con vinagre —dice Tyler— se detiene la quemadura, pero antes tendrás que darte por vencido.
Después de que cientos de personas fueran sacrificadas y quemadas, me cuenta Tyler, una masa de residuos espesa y blanca se deslizó por el altar colina abajo en dirección al río.

Primero tienes que tocar fondo.
Estás en la plataforma de un castillo de Irlanda y una oscuridad insondable cubre el borde de la plataforma; delante de ti, en la oscuridad, a la distancia de un brazo, hay una pared de piedra.
—La lluvia —me cuenta Tyler— cayó año tras año sobre la pira, y año tras año se quemó gente, y la lluvia se filtró por entre las cenizas de la madera y se convirtió en una solución de lejía; la lejía se mezcló con la grasa derretida de los sacrificios y una masa de jabón blanca y espesa se deslizó por la base del altar y serpenteó colina abajo hacia el río.


El club de la lucha. Chuck Palahniuk

martes, 20 de mayo de 2008

¿Era aquel un dios vampiro?

Y, por supuesto, era la leyenda de Osiris lo que más me subyugaba; al adentrarme en todas aquellas viejas versiones de la historia, me sentí calladamente sobrecogido por lo que leía.
Hete aquí un antiguo rey, Osiris, hombre de extraordinaria bondad que aparta a los egipcios del canibalismo y les enseña el arte de la agricultura y de la elaboración del vino. ¿Y cómo es asesinado por su hermano Tifón? Mediante una treta, éste hace acostar a Osiris en una caja del tamaño exacto de su cuerpo y aprovecha para cerrar la tapa con clavos. Tifón arroja entonces la caja al río y, cuando la fiel Isis encuentra el cuerpo del rey, éste sufre un nuevo ataque de Tifón, que le descuartiza. Finalmente, todas las partes de su cuerpo son encontradas, salvo una.
Y bien, ¿por qué habría Marius de hacer referencia a un mito como éste? ¿Y cómo no habría yo de asociarlo al hecho de que todos los vampiros dormimos en ataúdes, que son cajas del tamaño exacto de los cuerpos (incluso la miserable multitud de la asamblea de les Innocents dormía en sus sepulcros)? Magnus me había dicho: “Debes dormir siempre en ese féretro o en un sitio similar.” En cuanto a la parte del cuerpo que se perdió, la que Isis no encontró, ¿no existía una parte de nosotros que el Don Oscuro no hacía revivir? Los vampiros podemos hablar, ver, gustar, respirar o movernos como los humanos, pero no podemos procrear. Y tampoco Osiris podía, por lo que se convirtió en Señor de los Muertos.
¿Era aquél un dios vampiro?
Pero aún había algo más que me tenía desconcertado y atormentado. Aquel dios Osiris era el dios del vino entre los egipcios, que más tarde se convertiría en Dioniso para los griegos. Y Dioniso era el “dios oscuro” del teatro, y ahora teníamos el teatro lleno de vampiros en París. ¡Ah, era demasiado espléndido!


Lestat, el vampiro. Anne Rice.

sábado, 10 de mayo de 2008

Evasión.

Evasión. Solo pido eso, evasión. Solo quiero poder cerrar los ojos, que el sonido de mi alrededor se apague con la luz y que al volver a abrirlos me encuentre en un lugar muy lejano, aislado, natural; un lugar hasta el que no llegue el día a día, la rutina, la monotonía. Quiero aparecer en un lugar montañoso con nieve en la cima de sus picos e inmensas praderas verdes por la falda de las montañas, desde las cuales puedes ver el mar, un mar que se confunde con el horizonte, que se mezcla con el cielo, que difumina tus preocupaciones y disuelve tus problemas. Un mar azul oscuro, inmenso, imponente, grandioso, que al mirarlo produce el deseo de fundirte con el y a la vez el temor de perderte en sus profundidades. Pero no importa, prefiero hundirme en él, permanecer allí indefinidamente que despertar de mi ensoñación y verme de nuevo en mi estrecha, angulosa y agobiante vida, de la cual solo puedo escapar de esta manera. Vuelvo a mi paisaje, es un día nublado, en perfecta armonía con mi estado de ánimo, pero entre las nubes espesas puedo apreciar un leve rayo de sol que se empeña en alumbrar mi rostro e intenta calentar mi corazón, difícil meta. Yo permanezco inmóvil, sintiendo la calidez del aire que juega con mi pelo, queriendo ser ave para sobrevolar mi paisaje o, mejor, queriendo ser brisa, un soplo de aire, un suspiro, disfrutando de la libertad de recorrer todos los rincones de mis montañas, mis praderas y rozar con la punta de los dedos la superficie de mi gran mar azul. Siento que rozo sus olas, les transmito mis sentimientos y como respuesta aumentan la frecuencia y la intensidad de sus embestidas, chocando una y otra vez contra el acantilado rocoso en el que acaba una de mis montañas, impactan cada vez más fuerte contra la base de las rocas, mientras que en la altura el ave que añoraba ser antes observa cautelosa la escena, observa el mar con sus olas, observa la brisa, me observa. Dejo de ser brisa, vuelvo a mi sitio en las montañas, pero poco a poco van haciéndose más difusas, intento agarrarme desesperadamente a mi paisaje, pero una fuerza superior tira de mi y me obliga a volver a la realidad, donde aparezco con la mirada perdida y la añoranza de mi lugar expandiéndose por todo mi ser...

domingo, 4 de mayo de 2008

La plaza del pozo amargo.

Tiempo há que en la noble mansión de doña Leonor el silencio es absoluto. Terminado el rosario, que pasa la propia dueña después del yantar de la noche, los criados, una vez apagadas las luces y escudriñados rincones, retíranse a su aposento a descansar.
Todo es silencio en la noche estrellada y lunar. De improviso, una sombra surge del portal, que con mucho sigilo y cuidado que los goznes no chirríen, cierra las claveteadas puertas, y calado el chambergo, embozado en su amplia capa carmesí y con la mano en la empuñadura de la espada, se aleja procurando que el ruido de las espuelas no le delate. Es el joven don Fernando, que, presuroso, se dirige por la actual calle del Nuncio Viejo, sorteando encrucijadas peligrosas, a ver a Raquel, la bella hebrea, señora de sus pensamientos.
Sonoras e imponentes caen sobre Toledo las diez campanadas de la noche. Don Fernando encamina sus pasos calle abajo, hasta detenerse junto a las tapias de un frondoso jardín que circunda el palacio del potentado israelita Leví. La noche, con su silencio perfumado de mirtos y claveles, envuelve acogedora las fragancias líricas de la juventud. Con cuchillos de plata, la luna hiere en un ventanal sus góticos ajimeces, mientras riela temblorosa, al murmullo del surtidor, en el estanque del jardín.
Como a una cita prevista, en la ventana aparece Raquel, la hija única del potentado judío. Don Fernando, al verla, hace una cortés reverencia, y con agilidad increíble, asiéndose a las yedras y a los salientes, escala la tapia y va a reunirse con la amada en el fondo del jardín. La luna, con su cara enyesada, sonríe funambulescamente al ocultarse entre los jirones de tul de las nubes, pero no sin antes arrancar destellos de una daga que describe una curva de muerte y va por la espalda al corazón de don Fernando. Un gemido ahogado y un cuerpo que se desploma sin vida sobre la arena del jardín, mientras que la sombra homicida se pierde en las frondas. Acude Raquel, y un grito siniestro se escapa de su pecho al ver desangrado en tierra al caballero. La luna se ha ocultado ahora entre las nubes cárdenas y estalla el trueno, al tiempo que resuena una carcajada del viejo vengativo.
Todas las noches Raquel acude como a cita imaginaria al brocal del pozo del jardín. Su blanca silueta destaca sobre el fondo verdinegro de los vergeles, mientras sus pálidas manos enlazadas descansan sobre su regazo. Vierte sus lágrimas doloridas al fondo del pozo, cuyas aguas un día se hacen amargas. Y cierta noche, en el sortilegio del plenilunio, la infeliz Raquel, en su extravío creyendo ver en las aguas de la cisterna la imagen del amado, es atraída por ella a lo hondo.
Viajero: esta es la leyenda que dio nombre a la calle del Pozo Amargo, en cuya plaza solitaria verás una losa que cubre aquella poterna de aguas no salobres, sino amargas de las lágrimas que en ella derramó la bella israelita.

Aguafuertes toledanos. Pablo Gamarra

miércoles, 23 de abril de 2008

Un regalo del destino.

De repente, apareció una grieta en la superficie de la piedra, y otra, y otra más. Eragon, paralizado, se inclinó hacia delante sin soltar el cuchillo. En la superficie de la gema, donde se unían todas las grietas, un pequeño trozo empezó a oscilar, como si se balanceara sobre algo, hasta que se levantó y cayó al suelo. Tras otra serie de chillidos, una pequeña cabeza negra asomó por el agujero, seguida de un cuerpo extrañamente anguloso. Eragon apretó con fuerza el mango del cuchillo y se quedó muy quieto. Al cabo de un instante, la criatura había salido completamente de la gema. Por un momento no se movió, pero luego se deslizó bajo la luz de la luna. Eragon retrocedió espantado: delante de él, lamiéndose la membrana que le recubría, había un dragón.

La longitud del dragón no era mayor que el antebrazo de Eragon, pero el animal tenía un aspecto muy digno y noble. Las escamas eran de un inmenso azul zafiro, el mismo que el de la gema. El dragón agitó las alas, eran varias veces más largas que el cuerpo del animal y las surcaban finos fragmentos de hueso que se extendían desde el borde delantero de cada ala, de manera que formaban una línea de garras muy separadas entre sí. La cabeza era ligeramente triangular, y del maxilar superior le salían dos diminutos colmillos blancos, que parecían muy afilados. Una línea de pequeñas púas recorría el espinazo de la criatura, desde la base de la cabeza hasta la punta de la cola.

Eragon esbozó una sonrisa mientras miraba a la pequeña criatura. El chico extendió la diestra con cuidado y le tocó un costado al dragón. Una descarga de energía helada le atravesó la mano y le subió por el brazo mientras le quemaba las venas como fuego líquido... El chico se puso en pie con un temblor incontrolado. Tenía la mano dormida y los dedos paralizados. Observó, asustado, que el centro de la palma de la mano resplandecía y se formaba en ella un óvalo blanco y difuso. La piel le escocía y le ardía como si le hubiera picado una araña, mientras que el corazón le latía frenéticamente.

Eragon. Christopher Paolini.

domingo, 20 de abril de 2008

Sed de sangre.

Vi un ave planeando frente a una ensenada, sobre el mar abierto. Y había algo aterrador en el ave y en las olas interminables que sobrevolaba. La vi remontar el vuelo más y más arriba, y el cielo se volvió de plata, y luego, gradualmente, la plata se desvaneció y el firmamento quedó oscuro. La oscuridad de la tarde, ya nada que temer, nada en absoluto. Bendita oscuridad. Pero ésta sólo caía, gradual e inexorablemente, sobre aquella única y pequeña criatura que graznaba al viento sobre el gran páramo que era el mundo. Ensenadas vacías, arenas vacías, mares vacíos.
Todo cuanto alguna vez había contemplado, escuchado o sostenido con placer en mis manos, había desaparecido o no había existido jamás, y el ave, planeando en círculos, continuó su vuelo alzándose lejos de mí, o, para ser más exactos, lejos de nadie, abarcando todo el paisaje, sin historia ni sentido, en la lisa negrura de uno de sus ojillos.
Lancé un grito sin articular vocablos. Noté la boca llena de sangre y aprecié cada trago deslizándose por mi garganta y calmando aquella sed insondable. y quise decir "sí, ahora lo entiendo, ahora comprendo lo terrible, lo insoportable, de esta oscuridad". No lo sabía. No podía saberlo. El ave volando sin reposo a través de la oscuridad sobre la costa desierta, sobre el mar sin límites. Dios santo, basta. Era peor que los horrores entrevistos en la posada. Peor que el desesperado relincho de la yegua caída en la nieve. Pero la sangre era sangre, al fin y al cabo, y el corazón -aquel corazón delicioso que era todos los corazones- estaba allí, de puntillas contra mis labios.

Lestat, el vampiro. Anne Rice.