miércoles, 23 de abril de 2008

Un regalo del destino.

De repente, apareció una grieta en la superficie de la piedra, y otra, y otra más. Eragon, paralizado, se inclinó hacia delante sin soltar el cuchillo. En la superficie de la gema, donde se unían todas las grietas, un pequeño trozo empezó a oscilar, como si se balanceara sobre algo, hasta que se levantó y cayó al suelo. Tras otra serie de chillidos, una pequeña cabeza negra asomó por el agujero, seguida de un cuerpo extrañamente anguloso. Eragon apretó con fuerza el mango del cuchillo y se quedó muy quieto. Al cabo de un instante, la criatura había salido completamente de la gema. Por un momento no se movió, pero luego se deslizó bajo la luz de la luna. Eragon retrocedió espantado: delante de él, lamiéndose la membrana que le recubría, había un dragón.

La longitud del dragón no era mayor que el antebrazo de Eragon, pero el animal tenía un aspecto muy digno y noble. Las escamas eran de un inmenso azul zafiro, el mismo que el de la gema. El dragón agitó las alas, eran varias veces más largas que el cuerpo del animal y las surcaban finos fragmentos de hueso que se extendían desde el borde delantero de cada ala, de manera que formaban una línea de garras muy separadas entre sí. La cabeza era ligeramente triangular, y del maxilar superior le salían dos diminutos colmillos blancos, que parecían muy afilados. Una línea de pequeñas púas recorría el espinazo de la criatura, desde la base de la cabeza hasta la punta de la cola.

Eragon esbozó una sonrisa mientras miraba a la pequeña criatura. El chico extendió la diestra con cuidado y le tocó un costado al dragón. Una descarga de energía helada le atravesó la mano y le subió por el brazo mientras le quemaba las venas como fuego líquido... El chico se puso en pie con un temblor incontrolado. Tenía la mano dormida y los dedos paralizados. Observó, asustado, que el centro de la palma de la mano resplandecía y se formaba en ella un óvalo blanco y difuso. La piel le escocía y le ardía como si le hubiera picado una araña, mientras que el corazón le latía frenéticamente.

Eragon. Christopher Paolini.

domingo, 20 de abril de 2008

Sed de sangre.

Vi un ave planeando frente a una ensenada, sobre el mar abierto. Y había algo aterrador en el ave y en las olas interminables que sobrevolaba. La vi remontar el vuelo más y más arriba, y el cielo se volvió de plata, y luego, gradualmente, la plata se desvaneció y el firmamento quedó oscuro. La oscuridad de la tarde, ya nada que temer, nada en absoluto. Bendita oscuridad. Pero ésta sólo caía, gradual e inexorablemente, sobre aquella única y pequeña criatura que graznaba al viento sobre el gran páramo que era el mundo. Ensenadas vacías, arenas vacías, mares vacíos.
Todo cuanto alguna vez había contemplado, escuchado o sostenido con placer en mis manos, había desaparecido o no había existido jamás, y el ave, planeando en círculos, continuó su vuelo alzándose lejos de mí, o, para ser más exactos, lejos de nadie, abarcando todo el paisaje, sin historia ni sentido, en la lisa negrura de uno de sus ojillos.
Lancé un grito sin articular vocablos. Noté la boca llena de sangre y aprecié cada trago deslizándose por mi garganta y calmando aquella sed insondable. y quise decir "sí, ahora lo entiendo, ahora comprendo lo terrible, lo insoportable, de esta oscuridad". No lo sabía. No podía saberlo. El ave volando sin reposo a través de la oscuridad sobre la costa desierta, sobre el mar sin límites. Dios santo, basta. Era peor que los horrores entrevistos en la posada. Peor que el desesperado relincho de la yegua caída en la nieve. Pero la sangre era sangre, al fin y al cabo, y el corazón -aquel corazón delicioso que era todos los corazones- estaba allí, de puntillas contra mis labios.

Lestat, el vampiro. Anne Rice.