domingo, 20 de abril de 2008

Sed de sangre.

Vi un ave planeando frente a una ensenada, sobre el mar abierto. Y había algo aterrador en el ave y en las olas interminables que sobrevolaba. La vi remontar el vuelo más y más arriba, y el cielo se volvió de plata, y luego, gradualmente, la plata se desvaneció y el firmamento quedó oscuro. La oscuridad de la tarde, ya nada que temer, nada en absoluto. Bendita oscuridad. Pero ésta sólo caía, gradual e inexorablemente, sobre aquella única y pequeña criatura que graznaba al viento sobre el gran páramo que era el mundo. Ensenadas vacías, arenas vacías, mares vacíos.
Todo cuanto alguna vez había contemplado, escuchado o sostenido con placer en mis manos, había desaparecido o no había existido jamás, y el ave, planeando en círculos, continuó su vuelo alzándose lejos de mí, o, para ser más exactos, lejos de nadie, abarcando todo el paisaje, sin historia ni sentido, en la lisa negrura de uno de sus ojillos.
Lancé un grito sin articular vocablos. Noté la boca llena de sangre y aprecié cada trago deslizándose por mi garganta y calmando aquella sed insondable. y quise decir "sí, ahora lo entiendo, ahora comprendo lo terrible, lo insoportable, de esta oscuridad". No lo sabía. No podía saberlo. El ave volando sin reposo a través de la oscuridad sobre la costa desierta, sobre el mar sin límites. Dios santo, basta. Era peor que los horrores entrevistos en la posada. Peor que el desesperado relincho de la yegua caída en la nieve. Pero la sangre era sangre, al fin y al cabo, y el corazón -aquel corazón delicioso que era todos los corazones- estaba allí, de puntillas contra mis labios.

Lestat, el vampiro. Anne Rice.

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