lunes, 12 de octubre de 2009

Anhelada libertad.

Estaba atrapada, los dos lo sabían, al igual que sabían que poco podrían hacer por liberarla, ella era prisionera. Su carcelero, un antiguo recuerdo, se negaba a liberarla y cuanto más intentaba ella escapar, más fuertemente era retenida.
Él le conocía bien, nunca fueron amigos, pero se toleraban, al menos hasta el día en que el carcelero ocupó su papel y la hizo prisionera. Él no podía soportar verla cumplir condena y la animaba a no rendirse, todos los días le regalaba un ramo de fuerzas para hacer más llevaderos los porvenires del día a día, pero poco a poco la veía caer en la desesperación. Lo había intentado todo, estaba dispuesto a dar cualquier cosa por volver a verla libre y sonriente, pero el carcelero era inmutable, nada le haría aflojar las cadenas.Tras muchas noches en vela buscando una posible solución, el cansancio acumulado sin piedad en sus ojos desapareció con las primeras luces del día y antes de que el despertador le sacara de sus ensoñaciones ya sabía lo que debía hacer. “Es prisionera de un recuerdo –se dijo, aún dudando- por lo que sólo un recuerdo más fuerte podrá liberarla, pero no puedo condenarla de nuevo, debo encontrar un recuerdo noble y sincero”. Y así, más seguro que nunca se dirigió a su portal, donde la esperó pacientemente. Cuando ella llegó él contempló atónito la escena; si, era el momento perfecto. Las hojas de los árboles rodaban por la acera, preparando una perfecta alfombra ocre mientras el viento jugaba a enredarse con su pelo. La luz de esa mañana otoñal daba un brillo especial a sus miradas, las cuales se fundieron momentáneamente. Él vaciló, pero logró acercarse con paso firme y colocando una mano en su mejilla le dijo: “He descubierto como liberarte” y sin darle tiempo a responder besó suavemente sus labios, sintiendo cómo ella recuperaba el color de su rostro y le devolvía el beso que la llevaría a disfrutar de su recientemente recuperada libertad. Una libertad que había decidido dedicarle a él, su liberador.

miércoles, 18 de febrero de 2009

A un olmo seco

Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo,
algunas hojas verde le han salido.
¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
No será, cual los alamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
hunden sus telas grises las arañas.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que, rojo en el hogar, mañana
ardas, de alguna misera caseta
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hacia la mar te empuje,
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.

Antonio Machado.