martes, 27 de mayo de 2008

Primero tienes que tocar fondo...

—Escúchame —dice Tyler—. Abre los ojos.
»En la antigüedad —dice Tyler— los sacrificios humanos se ejecutaban en una colina que dominara un río. Miles de personas. Escúchame. Se ejecutaban los sacrificios y se ponían a arder los cuerpos en una pira.
»Llora si quieres —dice Tyler—. Ve al fregadero y deja que el agua corra sobre la mano, pero primero debes saber que eres un estúpido y que morirás. Mírame.
»Algún día —dice Tyler— morirás y, hasta que no seas consciente de ello, no me eres de ninguna utilidad.
Estás en Irlanda.
—Llora si quieres —dice Tyler—, pero cada lágrima que caiga sobre la lejía te dejará en la piel una cicatriz como la producida por un cigarrillo.
Meditación guiada. Estás en Irlanda el verano que acabaste la universidad, y quizá sea aquí donde quisiste por primera vez la anarquía. Años antes de conocer a Tyler Durden, antes de mear en tu primera créme anglaise aprendiste algo sobre los pequeños actos de rebeldía.
En Irlanda.
Estás de pie sobre una plataforma en lo alto de las escaleras de un castillo.
—Con vinagre —dice Tyler— se detiene la quemadura, pero antes tendrás que darte por vencido.
Después de que cientos de personas fueran sacrificadas y quemadas, me cuenta Tyler, una masa de residuos espesa y blanca se deslizó por el altar colina abajo en dirección al río.

Primero tienes que tocar fondo.
Estás en la plataforma de un castillo de Irlanda y una oscuridad insondable cubre el borde de la plataforma; delante de ti, en la oscuridad, a la distancia de un brazo, hay una pared de piedra.
—La lluvia —me cuenta Tyler— cayó año tras año sobre la pira, y año tras año se quemó gente, y la lluvia se filtró por entre las cenizas de la madera y se convirtió en una solución de lejía; la lejía se mezcló con la grasa derretida de los sacrificios y una masa de jabón blanca y espesa se deslizó por la base del altar y serpenteó colina abajo hacia el río.


El club de la lucha. Chuck Palahniuk

martes, 20 de mayo de 2008

¿Era aquel un dios vampiro?

Y, por supuesto, era la leyenda de Osiris lo que más me subyugaba; al adentrarme en todas aquellas viejas versiones de la historia, me sentí calladamente sobrecogido por lo que leía.
Hete aquí un antiguo rey, Osiris, hombre de extraordinaria bondad que aparta a los egipcios del canibalismo y les enseña el arte de la agricultura y de la elaboración del vino. ¿Y cómo es asesinado por su hermano Tifón? Mediante una treta, éste hace acostar a Osiris en una caja del tamaño exacto de su cuerpo y aprovecha para cerrar la tapa con clavos. Tifón arroja entonces la caja al río y, cuando la fiel Isis encuentra el cuerpo del rey, éste sufre un nuevo ataque de Tifón, que le descuartiza. Finalmente, todas las partes de su cuerpo son encontradas, salvo una.
Y bien, ¿por qué habría Marius de hacer referencia a un mito como éste? ¿Y cómo no habría yo de asociarlo al hecho de que todos los vampiros dormimos en ataúdes, que son cajas del tamaño exacto de los cuerpos (incluso la miserable multitud de la asamblea de les Innocents dormía en sus sepulcros)? Magnus me había dicho: “Debes dormir siempre en ese féretro o en un sitio similar.” En cuanto a la parte del cuerpo que se perdió, la que Isis no encontró, ¿no existía una parte de nosotros que el Don Oscuro no hacía revivir? Los vampiros podemos hablar, ver, gustar, respirar o movernos como los humanos, pero no podemos procrear. Y tampoco Osiris podía, por lo que se convirtió en Señor de los Muertos.
¿Era aquél un dios vampiro?
Pero aún había algo más que me tenía desconcertado y atormentado. Aquel dios Osiris era el dios del vino entre los egipcios, que más tarde se convertiría en Dioniso para los griegos. Y Dioniso era el “dios oscuro” del teatro, y ahora teníamos el teatro lleno de vampiros en París. ¡Ah, era demasiado espléndido!


Lestat, el vampiro. Anne Rice.

sábado, 10 de mayo de 2008

Evasión.

Evasión. Solo pido eso, evasión. Solo quiero poder cerrar los ojos, que el sonido de mi alrededor se apague con la luz y que al volver a abrirlos me encuentre en un lugar muy lejano, aislado, natural; un lugar hasta el que no llegue el día a día, la rutina, la monotonía. Quiero aparecer en un lugar montañoso con nieve en la cima de sus picos e inmensas praderas verdes por la falda de las montañas, desde las cuales puedes ver el mar, un mar que se confunde con el horizonte, que se mezcla con el cielo, que difumina tus preocupaciones y disuelve tus problemas. Un mar azul oscuro, inmenso, imponente, grandioso, que al mirarlo produce el deseo de fundirte con el y a la vez el temor de perderte en sus profundidades. Pero no importa, prefiero hundirme en él, permanecer allí indefinidamente que despertar de mi ensoñación y verme de nuevo en mi estrecha, angulosa y agobiante vida, de la cual solo puedo escapar de esta manera. Vuelvo a mi paisaje, es un día nublado, en perfecta armonía con mi estado de ánimo, pero entre las nubes espesas puedo apreciar un leve rayo de sol que se empeña en alumbrar mi rostro e intenta calentar mi corazón, difícil meta. Yo permanezco inmóvil, sintiendo la calidez del aire que juega con mi pelo, queriendo ser ave para sobrevolar mi paisaje o, mejor, queriendo ser brisa, un soplo de aire, un suspiro, disfrutando de la libertad de recorrer todos los rincones de mis montañas, mis praderas y rozar con la punta de los dedos la superficie de mi gran mar azul. Siento que rozo sus olas, les transmito mis sentimientos y como respuesta aumentan la frecuencia y la intensidad de sus embestidas, chocando una y otra vez contra el acantilado rocoso en el que acaba una de mis montañas, impactan cada vez más fuerte contra la base de las rocas, mientras que en la altura el ave que añoraba ser antes observa cautelosa la escena, observa el mar con sus olas, observa la brisa, me observa. Dejo de ser brisa, vuelvo a mi sitio en las montañas, pero poco a poco van haciéndose más difusas, intento agarrarme desesperadamente a mi paisaje, pero una fuerza superior tira de mi y me obliga a volver a la realidad, donde aparezco con la mirada perdida y la añoranza de mi lugar expandiéndose por todo mi ser...

domingo, 4 de mayo de 2008

La plaza del pozo amargo.

Tiempo há que en la noble mansión de doña Leonor el silencio es absoluto. Terminado el rosario, que pasa la propia dueña después del yantar de la noche, los criados, una vez apagadas las luces y escudriñados rincones, retíranse a su aposento a descansar.
Todo es silencio en la noche estrellada y lunar. De improviso, una sombra surge del portal, que con mucho sigilo y cuidado que los goznes no chirríen, cierra las claveteadas puertas, y calado el chambergo, embozado en su amplia capa carmesí y con la mano en la empuñadura de la espada, se aleja procurando que el ruido de las espuelas no le delate. Es el joven don Fernando, que, presuroso, se dirige por la actual calle del Nuncio Viejo, sorteando encrucijadas peligrosas, a ver a Raquel, la bella hebrea, señora de sus pensamientos.
Sonoras e imponentes caen sobre Toledo las diez campanadas de la noche. Don Fernando encamina sus pasos calle abajo, hasta detenerse junto a las tapias de un frondoso jardín que circunda el palacio del potentado israelita Leví. La noche, con su silencio perfumado de mirtos y claveles, envuelve acogedora las fragancias líricas de la juventud. Con cuchillos de plata, la luna hiere en un ventanal sus góticos ajimeces, mientras riela temblorosa, al murmullo del surtidor, en el estanque del jardín.
Como a una cita prevista, en la ventana aparece Raquel, la hija única del potentado judío. Don Fernando, al verla, hace una cortés reverencia, y con agilidad increíble, asiéndose a las yedras y a los salientes, escala la tapia y va a reunirse con la amada en el fondo del jardín. La luna, con su cara enyesada, sonríe funambulescamente al ocultarse entre los jirones de tul de las nubes, pero no sin antes arrancar destellos de una daga que describe una curva de muerte y va por la espalda al corazón de don Fernando. Un gemido ahogado y un cuerpo que se desploma sin vida sobre la arena del jardín, mientras que la sombra homicida se pierde en las frondas. Acude Raquel, y un grito siniestro se escapa de su pecho al ver desangrado en tierra al caballero. La luna se ha ocultado ahora entre las nubes cárdenas y estalla el trueno, al tiempo que resuena una carcajada del viejo vengativo.
Todas las noches Raquel acude como a cita imaginaria al brocal del pozo del jardín. Su blanca silueta destaca sobre el fondo verdinegro de los vergeles, mientras sus pálidas manos enlazadas descansan sobre su regazo. Vierte sus lágrimas doloridas al fondo del pozo, cuyas aguas un día se hacen amargas. Y cierta noche, en el sortilegio del plenilunio, la infeliz Raquel, en su extravío creyendo ver en las aguas de la cisterna la imagen del amado, es atraída por ella a lo hondo.
Viajero: esta es la leyenda que dio nombre a la calle del Pozo Amargo, en cuya plaza solitaria verás una losa que cubre aquella poterna de aguas no salobres, sino amargas de las lágrimas que en ella derramó la bella israelita.

Aguafuertes toledanos. Pablo Gamarra