sábado, 2 de agosto de 2008

En un acantilado.

Por fin llego a la explanada que estaba buscando, un pequeño claro en el bosque, oscuro y escondido al que casi nadie sabe llegar. Tomo el sendero que sale del fondo y voy ascendiendo poco a poco por él guiándome más por la costumbre que por el camino, pues éste a penas es visible. Tras una relajante subida acompañada por el crujido de las ramas al partirse bajo mis pies y el sonido de las hojas al rozar mi ropa, llego por fin a mi destino, un acantilado rodeado por el frondoso bosque que atravesaba en mi subida. Entre la linde del bosque y el borde del acantilado a penas hay unos pasos, pero es el espacio suficiente para que yo deje mis cosas y me siente mirando el mar, con los pies colgando hacia el vacío. La altura del risco es imponente; nadie, ni siquiera en un día soleado, se atrevería a saltar, pero hoy no es ese día, nubes negras se acumulan encima de mi cabeza y yo sólo espero que rompa a llover, que la tormenta que estoy esperando sea lo suficientemente fuerte como para no decepcionarme.
Me dan pánico las tormentas y por eso mismo he subido aquí yo sola, para enfrentarme a una de ellas y demostrarme una vez más que soy capaz de superar cualquier reto que me proponga. Comienza a llover, pequeñas gotas van cayendo y poco a poco aumentan su frecuencia; impactan contra el mar, las rocas, los árboles, mi cuerpo… No me voy a poner el chubasquero, ¿para qué?, si lo que quiero es sentir esto, las gotas de lluvia resbalando por mi cara, empapando mi pelo y mi ropa, que se va pegando a mi cuerpo. Me noto tensa, pero decido relajar todos mis músculos y disfrutar de ésta sensación de libertad que poco a poco se va apoderando de mi, por lo que el primer trueno me pilla desprevenida y me estremezco; aquí comenzaría ,mi prueba de fuego, pero sé perfectamente que la voy a superar.
Arrojo mi miedo por el acantilado y me asomo para ver cómo choca contra la agitada superficie del agua y se hunde en sus profundidades, mientras una sonrisa de triunfo se dibuja en mi cara. La tormenta se hace cada vez más fuerte, más intensa, y yo me siento cada vez más libre, más ligera y relajada, por lo que de lo más hondo de mi garganta sale una carcajada que se dibuja transparente contra las nubes negras y aunque el sonido de mi risa ha sido sepultado por un trueno, yo se que la he dejado escapar voluntariamente y eso sólo me lleva a seguir riendo. A medida que la tormenta se va alejando, mi risa también se va apagando hasta quedar reducida a una invencible sonrisa de triunfo que refleja mi ausencia de miedo. Estoy empapada y completamente sola, pero hoy me gusta mi soledad así que decido quedarme en el acantilado y vuelvo a mirar hacia abajo, disfruto de la distancia que me separa del mar y dejo que el viento juegue a secar y enredar mi pelo mojado. Pero es tarde y debo irme ya, y mientras recojo mis cosas para bajar por el mismo sendero me prometo a mi misma que mañana volveré y así, prometiéndome lo mismo cada día he convertido éste acantilado en mi santuario, en mi lugar de retiro, rebosante de paz y libertad, al que puedo llegar con sólo cerrar los ojos y desearlo levemente.